Otro día y los 173 habitantes de Zepeda se vuelven a congregar al son de la banda escolar frente al ayuntamiento del pueblo. Ya son como 15 las mañanas con el protocolo para recibir una carta retrasada.
- Hoy sí, seguro que hoy sí llega. Dice el primo Sigiro.
Ni idea tiene Sigiro de porque dice que hoy llega la carta, pero algo de razón le da el clima que regala una mañana soleada y fresca.
El alcalde prometió ayer tarde en la cantina que hoy sí llega la carta; que los contactos del sistema de correos, que la solicitud formal que hizo a las autoridades de la ciudad para que intervenieran a favor de la agilidad del trámite, que tantas promesas.
La gente espera con desespero la carta con la aprobación para el cambio del nombre del pueblo. Ya el gobernador, la asamblea y la presidencia dieron su aprobación. Hasta la organización de estados les dijo sí. Falta el vistobueno de la academia de la lengua para mentar distinto a este pedacito de valle escondido entre las montañas.
Los zepedeños -conformados en su mayoría por campesinos hijos de indios y comerciantes nietos de bastardos- ya no quieren ser zepedeños desde que la familia Zepeda cayó en desgracia. La familia Zepeda, de larga casta y abolengo, la más prominente del valle en su tiempo, fue la fundadora de este pueblo. Se vino la movida y el mayor de los Zepeda, Antonio, se metió a apoyar al bando equivocado, con lo que todo el pueblo sufrió. Cuando se supo que los conservadores mantenían el poder las autoridades del pueblo no tardaron en mandar a fusilar a Antonio, su hijo, sus hermanos, sus sobrinos, algunos primos y hasta tres negros y otros tantos indígenas sin culpa. A pesar del acto de patriotismo, cuando el ejercito llegó no se fió y asesinó a unos hombres más para dejar clara la señal de que la revolución se podría en los cadáveres olvidados junto al camino. Desde entonces, los lugareños, hombres y mujeres, se pellizcan el pezón izquierdo y escupen cuando pasan frente al antiguo casón de los Zepeda.
Llegó la carta. Un letrero ajado se colocó en la entrada del poblado: "Bienvenidos a Valle Nuevo", reza la leyenda. El día se hizo pachanga: para el mediodía el primo Sigiro ya estaba borracho, para las cinco de la tarde las balas ya volaban al aire y para las diez de la noche ni un alma transitaba sin tambalearse por la única calle principal de Valle Nuevo.
Al día siguiente la vida es más fresca en el valle. El calor no agobia tantísimo. Los habitantes no paran de felicitarse mutuamente. El acalde, ingenioso artífece del cambio de apelativo, no para de sonreír y cantar. Algunos soñadores comentan las posibilidad de cambiar su apellido o incluso el nombre de pila y el apodo. Otros manifiestan inconformidades repentinas con la forma de llamar a ciertas barriadas: los de Calle Rodríguez ya no quieren vivir en Calle Rodríguez, los del Bajo del Pescueso dicen que es injusto ese nombre para un caserío tan decente.
Año y tres meses después el pueblo celebra. Manuel Antonio Márquez, anteriormente presentado como el primo Sigiro 'El cholo', ya esta borracho de tanto brindar con su nuevo mote, y las muchachas ahora comentan el aire de seriedad que se le nota a ese borracho de pueblo. Todos tienen algo porque estar alegres y no es en vano, se festeja el cambio de los nombres, apellidos y direcciones. Ni el pobre güey se salvó y ahora es un caballo sin abolengo.
Manuel Antonio, a quien se le quitó lo cholo y resultó ser un personaje bastante creativo, dice en la taberna que el perro ya no debería ser perro, que es mejor llamarlo dragón de cuatro patas, también que el pato debería ser nombrado cisne sin abolengo. Es más, que solo debería haber unos diez nombres de animales y que se les distingan por su abolengo a todos. Los compañeros de borrachera se botan de las sillas en carcajadas y concuerdan con quien fuera un cholo. Ahora que comprobaron el favor de la academia de la realeza, porque no cambiarle el nombre a todo, hacer de Valle Nuevo un lugar especial donde todo se llame distinto, un pedacito de valle llamativo para los turistas curiosos de tantos términos exclusivos.
Pero siempre hay un aguafiestas y le tocó el turno al cura. El domingo en la homilía aprovechó el turno del sermón para refunfuñar contra la aludición cambiante.
- Esto es algo nunca visto en los pueblos amantes del señor, que se le cambie los nombres a todos y a todo. Es algo malo a la vista de nuestro señor que todo lo puede. Yo les pregunto hermanos: ¿Cómo entrarán en el reino de los cielos los que se bautizaron con un nombre y murieron con otro? ¿Cómo puede ser que si dios le dijo al perro que anduviera por la Tierra como un perro, ahora se quiera decir que es un dragón? No hermanos, el señor nunca creó ni creará un animal tan diabólico como un dragón. El gato es gato y no un león sin abolengo. Los animales no tienen abolengo, para dios toda su creación son de igual valor...
El cuchicheo se volvió insoportable, nadie prestaba atención al respetado cura. Todos hablaban y conversaban en vos baja sin el menor decoro por encontrarse en la casa del señor. El sacerdote cayó y observó a su alrededor. Pronto olfateó la conspiración. El cuchicheo y las miradas maliciosas delataron a los creyentes, algo se tienen entre manos.
Debió ser que el cura se volvió temeroso de que los pobladores estuvieran conspirando con cambiarle el nombre a él, a la iglesia, a la patrona o a la fe y al dios mismo. Seguro fue eso o que el negocio de los rebautizos hizo clichín en la caja registradora de la fe del sacerdote. Lo cierto es que el tema y tono del sermón cambiaron de inmediato, los nombres cambiaron y el mundo nunca volvió a ser el mismo.
Por: LABARTA
Por: LABARTA
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